El Tiburón

K. Barrat

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Frente a las arenas de La Guaira,
Bajo el sol subyugante, mi abuelo
Dice que el tiburón sólo sabe
De hambre: de caza, de duelo y de desolación;
De un dormir sin sueños, ni reposo,
Porque para el tiburón la quietud
Es la cuna de su destrucción.
El tiburón no danza, ni sopla, ni saborea,
Ni juega al escondite por las azoteas
De los arrecifes donde habita su presa,
Ni es protagonista de marinas leyendas
Donde dulce doncellas se hacen estrellas
Para coronarlo; para quererlo; para salvarlo.
Nadie quiere al tiburón. Nadie encuentra
Bellas alegorías en su aleta asesina,
Preludio de desgarres y mortífero fin,
Y me abuelo, que no es naturalista,
Dice que el tiburón anda por la vida
Rumiando su rabia por no ser delfín.
Bajo el límpido cielo de La Guaira,
En su silla de mimbre, habla el abuelo
Sobre el escualo veloz; sobre su apetito
Rapaz, nunca satisfecho; sobre su férreo
Dominio y su imperio feroz.
Sólo el pez piloto se acerca al tiburón.
Suplicante, el mendigo, soez peón,
Le limpia los dientes y le lame las partes,
Y se hace mudo testigo del desfile de sangre,
Que el hambre insaciable deja detrás del tiburón.
Haciendo desaires al calor de la tarde,
Bajo la carpa serena del gran almendrón,
Mi abuelo se inclina y revela el secreto,
Acertijo revelado a los que ven la vida con el corazón:
Los verdaderos tiburones son los que respiran aire,
y caminan por la tierra devorando con furia la paz y el amor.

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